RAMÓN EL LA ESFERA

Luis López Molina,  lopez-molina@ctv.es
aparecido en el boletín de la Sociedad Castellonense de Cultura, tomo LXXIII, octubre-diciembre 1997

La obra literaria de Ramón Gómez de la Serna desanima, por inabarcable, a quien se adentra en ella. En todo caso, reclama un lector tenaz. Por si fuese poco el centenar de libros que se van sucediendo entre 1904 y 1962, hay que sumar a ellos las colaboraciones innumerables diseminadas por periódicos y revistas de Europa y América. Incluso las Obras Completas en curso de publicación desde 1996 –empresa ambiciosa y bien planeada- ha renunciado a darles cabida, lo que es comprensible, e incluso prudente, dado que la tarea de localizar, inventariar, clasificar y analizar esas colaboraciones está aún casi del todo por hacer. En dos trabajos bastante separados en el tiempo1, he procurado contribuir un poco al desbroce de este terreno. Intento ahora dar otro paso en la misma dirección.

La esfera, una de las revistas de literatura y arte más destacadas  en el primer tercio del siglo XX, se puede considerar longeva, puesto que se publica entre 1914 y 1931, alcanzando un total de 889 números. En ella, los textos de Ramón aparecen a partir del mes de octubre de 1921, tardíamente respecto  de los de su compañera Carmen de Burgos, colaboradora desde el principio, y se prolongan hasta 1930. Su número se eleva hasta ochenta y siete, lo que es considerable: dos en 1921, siete en 1922, catorce en 1923, nueve en 1924, siete en 1925, cuatro en 1926, cinco en 1927, trece en 1928, catorce en 1929 y doce en 1930. La mayor concentración, casi la mitad, corresponde al trienio 1928-1930. Todos van ilustrados unas veces por dibujos de artistas amigos, a menudo los mismos que fueron autores de portadas para sus libros.

1             “Relatos ramonianos en la Revista de Occidente”. En: Philologica hispaniensia in honorem Manuel Alvar.  Madrid, Gredos, 1987, t. IV, págs. 253-265. “Gómez de la Serna en La Gaceta Literaria” (en prensa).

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Doy a conocer y comento muy brevemente las colaboraciones de ramón en La esfera. De las ochenta y siete, prescindo de dos que son mero anuncio y anticipo de sendos libros de aparición simultánea2. De las ochenta y cinco restantes, dieciocho están dedicadas a ciudades, Madrid casi siempre, pero también Segovia, París y Nápoles, vinculadas las tres a la vida del autor. Once son comentarios de actualidad, y probablemente se deben más a presión de la revista que al interés personal del escritor3. Veintisiete ejemplifican un tipo de relatos, hasta ahora desatendidos por la crítica, con una extensión media de tres a cuatro páginas pero aun así subdivididos en dos, tres o cuatro partes. Veintinueve, por último, el grupo más numeroso, se inscriben en el conjunto amplio de los libros misceláneos iniciadores de nuevos géneros para los que la crítica viene reservando el término de  ramonismo.  Para cada texto, como anuncio arriba, hago: 1) un resumen brevísimo; 2) un esbozo de comentario limitándome a señalar la trabazón de unos motivos con otros y a  situarlos respecto del conjunto de la obra ramoniana4. Ordeno los textos cronológicamente dentro de cada grupo.

2             El caballero del hongo gris. París-Madrid-Lisboa, Agencia Mundial de Librería, s.a. [1928]. Efigies. Madrid, Ediciones Oriente, 1929.

3             Ramón no escribía sobre la actualidad, a la manera periodística. Una excepción: La novela del año, en Cruz y Raya, nº 33, dic. 1935, págs. [ 47] 3-[529] 59.

2.1       CIUDADES

“Ayer y hoy” (IX, 444, 8-VII-1922, s.p.). Lamenta que, en las calles de Madrid, se esté renunciando al entarugado de madera (“la grata madera, más cercana al hombre que la piedra”), que se conserva en París, para adoptar el empedrado, más frío y más antiguo, puesto que se usó en las calzadas egipcias y romanas.

Hay un elogio de las carpinterías y de la madera en el cap. primero de El rastro. Como los costumbristas –su madrileñismo es en parte un neo-costumbrismo-, Ramón es reticente para las novedades y nostálgico de lo que el tiempo va dejando atrás.

 

“Segovia la abandonada” (IX, 449, 12-VIII-1922, s.p.). Lamenta el abandono en que se tiene a Segovia, siendo la “atrilera, el facistol para el gran libro de la Historia de España, abierto en la primera hoja de su renacimiento y en la hora de su unidad”. Más que San Sebastián, tendría que ser centro de veraneo, por ser “el único sitio en que reaparece en pleno verano el invierno”.

Segovia es escenario de El secreto del acueducto, novela  en  la  que  el  monumento  romano alcanza protagonismo. También una “novela superhistórica”, La Beltraneja, se ambienta en Segovia.

4             V. Luis López Molina: “Ramón Gómez de la Serna o el autobiografismo totalizador”, en: La autobiografía en lengua española en el siglo veinte. Lausanne, Imprimerie de la Cité, 1991, págs. 95-105.

 

“Otra reforma de la Puerta del Sol” (IX, 455, 23-IX-1922, s.p.). Todo el mundo ha mirado y mira la Puerta del Sol con ojos reformadores. Él, sin embargo, piensa que hay que dejarla como está, mantener intacto su carácter peculiar.

Ramón fue paseante asiduo, así como cronista minucioso y devoto, de la Puerta del Sol. Véase Toda la historia de la Puerta del Sol.

 

 “La antesala del ministro” (X, 498, 21-VII-1923, s.p.). Quevedo habló de las antesalas de los ministros de su tiempo y él hace lo propio. Desfilan varios personajes ‘un poeta, un vividor, un religioso’ en busca de prebendas. Hasta que, como por escotillón, el ministro desaparece rumbo a su casa.

Pequeño “cuadro” que hace pensar en Larra, del que Ramón fue devoto y su amante Carmen de Burgos biógrafa. Véase Ágape organizado por “Prometeo” en honor de Fígaro, publicado en el nº 5 de esta revista.

 

“Cafés cantantes” (XI, 528, 16-II-1924, s.p.). En Madrid, los cafés cantantes (más bien cosa andaluza) resultan desvaídos, han perdido su color. Evoca su atmósfera: tocaores y cantaores, desgarro, taconeo, estabilidad de las camareras en contraste con el perpetuo estar de paso de las artistas.

Constatamos aquí la misma actitud conservadora que en “Ayer y hoy” o en “Otra reforma de la Puerta del Sol”.

 

“Tertulianos” (XI, 538, 26-IV-1925, s.p.). En España quedan dos libertades por abolir: las tertulias y los brindis. Las primeras han ganado vitalidad: acude a ellas más gente que nunca, deseosa de saber de palabra lo que nadie se atreve a escribir; se vuelve al rumor como fuente de información; se recupera el ambiente de las viejas botillerías. Evoca al Baroja hombre de tertulia.

A una tertulia, la suya de Pombo, dedicó Ramón dos gruesos libros. También fue autor de una semblanza de Baroja. En este texto, aunque tibiamente, renuncia al apoliticismo y expresa su malestar por el recorte de las libertades bajo el gobierno de Primo de Rivera.

 

“Los merenderos” (XI, 545, 14-VI-1924, s.p.). Los de las afueras de Madrid. Los ve como reductos de felicidad. Impregnados de sol, con mucho de nupciales (“sus manteles visten epitalámicamente las mesas”), comida y bebida adquieren en ellos un sabor inimitable. Puentes entre lo rural y lo urbano, permiten gozar del campo sin que se demore la recuperación de la ciudad.

Para mí, el más bello de los textos madrileñistas en La esfera. Revela la condición urbana de Ramón, quien, en su aprecio del campo, no va más allá de la inmersión pasajera. “El campo le sienta bien al campo” dice una greguería.

 

“Buñuelos y churros” (XI, 565, 1-XI-1924, s.p.). Buñuelos y churros son verdaderos inventos, por ser “algo que no estaba en el camino fácil de las cosas naturales”. Los buñoleros casi han desaparecido pero no las churreras (las que venden churros, no las que los hacen).

Siempre la idea de que el arte ha de superar a la naturaleza, dilatar la creación. Aquí, claro, la expresa humorísticamente. Los churros le inspiran greguerías: corbatas a medio hacer, falsas anguilas fritas, gusanos de creación rápida, etc.

 

“Sonrisas de la piedra” (XII, 624, 19-XII-1925, s.p.). Las de las cariátides, en los edificios de París. Localizar las cariátides sonrientes les ha dado sentido a sus paseos por la ciudad. Las sonrisas –a veces resultado de pedradas de chicos o de metralla de las guerras- reconfortan al paseante y hasta lo disuaden de la tentación de suicidarse.

A París dedicaría una serie de artículos en El Sol, entre enero y junio de 1930. Nigel Dennis los ha reunido en un libro: París. Véase un texto de Variaciones (1922): “Las sufridas cariátides”.

 

“El Botánico y los botánicos” (XII, 625, 26-XII-1925, s.p.). Evoca el “otoñecer” en el Jardín Botánico madrileño: caída de las hojas, quemadas luego en grandes montones; parejas que pasean. En otoño, reviven, como festejando su aniversario, las estatuas de botánicos famosos.

Conciencia del paso del tiempo. La visión del Botánico coincide con la del Rastro, en el libro sobre éste. Ambos, recintos de felicidad de donde cuesta trabajo salir para reincorporarse a la ciudad convencional. “Da pena salir del Botánico (...) Nos amarga tenernos que encarar de nuevo con los cajones tristes de los tranvías y con las construcciones rectilíneas”.

 

“El rapista de Madrid” (XIII, 634, 27-II-1927, 21). En España, los barberos o rapabarbas han estado siempre unidos a las libertades (los liberales se desahogaban en las barberías). Su pintoresquismo subsiste en los “rapistas” de las afueras. Estos “tienen una conversación más callejera que los barberos de piso”, informan de todo, tienen entre su instrumental una nuez “que los desdentados mantienen en la boca mientras les rapan”.

De nuevo, la nostalgia de lo queda atrás en el tiempo. En 1934, Ramón publicará Peluquería feliz, un relato más extenso, y de final trágico, pero donde la peluquería, esta vez “de piso”, es reducto de felicidad.

 

“La Euritmia y la Admiración” (XIII, 668, 23-X-1926, 35). Dos estatuas en la fachada del Museo del Prado. Con ella, Ramón dice practicar a veces la idolatría, “ventaja del ser humano”. Para la Euritmia, pondera el esfuerzo del escultor hasta plasmarla como una mujer “que prende una en otra dos antorchas iguales, como si prohijase dos llamas de inspiración gemelas”.

Ramón fue asiduo visitante del museo (sobre dos visitas extravagantes a éste véase el capítulo XLV de Automoribundia) y cronista de todo el Paseo del Prado: El Prado, epílogo a Fígaro de Carmen de Burgos, de 1919.

 

“Viaje a París en una vitrina” (XIV, 704, 2-VII-1927, 32-33). Una veintena de greguerías, o casi greguerías, inspiradas por un recorrido parisino al hilo de las vitrinas o escaparates.

Además de las greguerías autónomas y de las intertextuales5, Ramón intercala “racimos” de ellas en sus libros, sobre todo los misceláneos. Otras veces, como en este caso, cumple con un compromiso periodístico reuniendo unas cuantas.

 

“Los lunes de Nápoles” (XIV, 724, 19-XI-1927),  36-37). Los lunes, las casas de Nápoles “se asentaban a lo largo de las calles en actitud más penitencial” y las ropas colgadas resultaban más tristes. Se hace un esfuerzo “por subirse a los hombros el baúl de la semana”. Pero lo que más postra al lunes es ser el día dedicado a las ánimas. Se comprende entonces la “sombridez” de Ribera, el Españoleto.

Para la estancia de Ramón en Nápoles véase el capítulo LXV de Automoribundia. En Nápoles ambienta La mujer de ámbar y escribe otra novela extensa: El torero Caracho. Este texto revela también su obsesión por la muerte.

5             V. Luis López Molina: “Un recurso ramoniano: la greguería intertextual”, en: Crítica semiológica de textos literarios hispánicos. Madrid, CSIC, 1986, vol.II, págs. 711-718. Reimpreso en La moderna crítica literaria hispánica (ed. Miguel Ángel Garrido Gallardón. Madrid, Mapfre, 1996, págs. 227-234.

 

“Reyes de barrio” (XIV, 727, 10-XII-1927, 34). Se trata de unos reyes especiales, los de  los  anuncios:  rey  de la zapatería, de los jamones, etc. Son “reyes de una modesta gracia castiza, y sus dalmáticas están hechas con las colchas de las destrozonas”6. A los otros reyes debería presidirlos el rey del bacalao, que “tiene su casa colgada de tapices en relieve en que se entretejen distintos bacalaos”.

Los “tapices hechos con bacalaos”, invento de un tendero madrileño de ultramarinos, perduraron en la memoria de Ramón. Véase el capítulo “El rey del bacalao” en Nostalgias de Madrid, 1966.

 

“El palacete de la Moncloa” (XV, 746, 21-IV-1928, 11-12). Comenta la restauración de que, por iniciativa de Cambó, estaba siendo objeto  este  edificio.  Entrevera  su historia –construcción bajo Felipe IV, paso a la casa ducal de Alba,  recuperación  por la Corona- y evoca la presencia en él de Goya y la duquesa de Alba.

Aflora aquí un recuerdo infantil: “Yo de niño he pasado algunos días veraniegos hospedado en aquel caserón bogante”. Es que Canalejas invitaba allí a sus colaboradores políticos y entre ellos debió de estar el padre de Ramón con su familia.

6             “En el carnaval callejero, máscara vestida de mujer, con ropas astrosas, sucias, grotescas, etc.” (Real Academia Española: Diccionario de la lengua española. Madrid, Espasa-Calpe, 1992, 21ª ed., s/v destrozón).

“La plaza de Oriente encadenada” (XV, 777, 24-XI-1928, 43). La han encadenado, como si fuesen a robarla o ella fuese a escaparse. Las cadenas han reemplazado a la verja que había. El viejo guarda, consternado, conserva sus llaves como único consuelo. Ahora, en plena noche, uno puede sentarse en la Plaza de Oriente, sueño de quienes, como él, jugaron en ella de niños.

La Plaza de Oriente es uno de los lugares emblemáticos del Madrid de Ramón, que la recordará siempre. Véase, por ejemplo, el capítulo IX de Las tres gracias, 1949.

 

“La puerta de Oñate” (XVI, 786, 26-I-1929, 34-35). Comenta el emplazamiento reciente, en la casa de Velázquez, de la portada del palacio de la condesa de Oñate, ante la cual asesinaron al conde de Villamediana. La nueva puerta dará clarividencia a los intelectuales franceses alojados en el edificio.

Ramón da de nuevo cabida a sus sentimientos personales elogiando a Canalejas, quien instaló un círculo democrático en el palacio de Oñate.

 

2.2       ACTUALIDAD

“El cante jondo y los gitanos” (IX, 445, 15-VII-1922, s.p.). Evoca la fiesta del cante jondo celebrada poco antes en Granada y en la que participó. En ella, detrás de cada cantaor, “el grupo de los gitanos era el coro mudo que escuchaba y lloraba cada copla”. Destaca el baile de la boda, con su mezcla insuperable de alegría y tristeza.

El interés de Ramón por el flamenco es comparable al que sintió por el jazz. Sobre la fiesta del cante jondo y sobre el jazz, véase el capítulo LV de Automoribundia. Sobre el segundo, el capítulo “Jazzbandismo”, en Ismos, de 1931.

 

“La alegoría del verano” (IX, 451, 26-VIII-1922, s.p.). Las alegorías del tiempo recuerdan en síntesis lo propio de cada estación del año. En las del verano, los dibujantes caen siempre en los mismos tópicos: fertilidad, amor. Sin embargo, hay otras cosas, no menos características, que escapan a su atención.

Una vez más, reivindica la innovación en el arte. Se es “viable” (no anquilosado, abierto al futuro) en la medida en que se es innovador. Ramón aprovecha cualquier pretexto para proclamarlo, directa o indirectamente.

 

“La gran evocación” (IX, 461, 4-XI-1922, s.p.). En estos días, primeros de noviembre, se siente una tristeza profunda, aqueja una “gripe de la muerte”. Reproduce algunos epitafios. “Las gentes del pueblo prorrumpen en una especie de cante jondo para los camposantos” (transcribe la letra de una canción).

Tema de la muerte, obsesivo en Ramón. Aparece en muchas greguerías, de talante senequista, y le inspira una de sus obras mayores: Los muertos y las muertas.

 

“Calderón, el autor de moda” (X, 474, 3-II-1923, s.p.). Comenta que Calderón esté en boga al principio de la temporada 1922-1923. Elogia su estilo, en contraste con la “conformidad bajuna de la frase en nuestros días”. Sólo Rubén Darío prolonga su grandeza. Y concluye: “mi tesis es que corresponden con los geniales e inno-vadores del pasado los geniales e inno-vadores de hoy, no las Academias que les dicen misas, ni los que simulan respeto roñoso, senil o escrofuloso”.

En Ramón –biógrafo de Lope, Quevedo y Velázquez- hay mucho de barroco. Este texto, en el que  no  falta  el  dardo antiacadémico,  no  es  el único breve dedicado a un poeta del siglo XVII. Véase también el prólogo a Sus mejores versos, una  pequeña  antología  de  Góngora  publicada en 1929.

 

“El muerto de actualidad. Don Nicomedes Pastor Díaz” (X, 505, 8-IX-1923, s.p.). Comenta el traslado reciente a Galicia de sus restos. Y se pregunta si hay derecho a llevarse los muertos ilustres, quitándole a la capital su derecho a reunirlos. Añade una breve semblanza de este escritor y político gallego.

Ramón –hijo y entusiasta de Madrid, visitante asiduo y admirador de París- revela sin pudor un talante centralista.

 

“Los ruidosos tambores” (X, 520, 22-XII-1923, s.p.). Por Navidad, los niños españoles, “niños con pocos aguinaldos y con poco que zampar”, se resarcen haciendo ruido con sus tambores y reaccionan así contra lo frío y hostil de esas fechas. Pero, como son inconstantes, sus tambores acaban rotos, en busca de “estercoleros desengañados”.

Otra vez, la conciencia del paso del tiempo y de su poder aniquilador. A mucha mayor escala, Ramón proyecta esta visión, a su manera ascética, de la realidad en El rastro.

 

“Los cien años de un periódico” (XI, 542, 24-V-1924, s.p.). El Journal des Débats francés. Informa sobre un libro dedicado a este siglo de vida y comenta un cuadro que representa la redacción de dicho periódico. Evoca luego los viejos periódicos españoles (Gaceta de Madrid, Diario de Barcelona), en cuyas redacciones llegaba a formarse una pátina inspiradora de inteligencia.

Texto híbrido: de información cultural primero y costumbrista después. Sin olvidar, desde luego, la experiencia personal de Ramón, colaborador asiduo en periódico y acostumbrado, desde la muerte de su padre en 1922, a depender económicamente de dichas colaboraciones.

 

“La asistenta de Tolstoi” (XI. 561, 4-X-1924, s.p.). Tolstoi ha vuelto a la actualidad gracias a una asistenta suya. Esta pobre mujer relató su vida a Tatiana Konsminskaia, cuñada del escritor, la cual la puso por escrito y se la dio a corregir. Resultado: Mi vida, una obra en la que se describe el sufrimiento del pueblo ruso, envilecido bajo los zares.

Como en “Tertulianos”, Ramón recupera aquí algo de su izquierdismo juvenil, estudiado por Ignacio Soldevila-Durante: “Para la recuperación de una prehistoria embarazosa (una etapa marxista de Gómez de la Serna)” 7.

 

“Los poetas en el ‘music-hall’ “ (XII, 596, 6-V-1925), s.p.). En un music-hall parisino, los poetas han empezado a leer sus versos, mezclándose  así  a  los  otros  números  del espectáculo. Se plantea la cuestión de si esto es o no justificado. Piensa que sí, pues “hay que encontrar la rutilancia pública de [la] profesión”.

Ramón revela aquí otra vez un componente mayor de su ideario artístico: la voluntad de sacar las cosas de quicio, de arrancarlas a sus encuadres establecidos.

7             En. Studies on Ramón Gómez de la Serna (ed. Nigel Dennis). Dovehouse Editions Canada (Ottawa Hispanic Studies 2), 1988, págs. 23-43.

 

“Nuevo florecimiento de los Caños del Peral” (XII, 620, 21-XI-1925, s.p.). Ante el cierre inminente, por una temporada, del Teatro Real (construido en el sitio donde antes estuvo el de los Caños del Peral), al haber agua en sus cimientos, se pregunta si es buena esta medida o si, dada la importancia de dicho teatro en la vida madrileña, no sería mejor mantenerlo abierto pero tomando precauciones: músicos con chaleco salvavidas, botes de salvamento.

A este texto, divertido y ligero de tono, subyace obviamente una crítica de los gestores madrileños.

 

“Alegoría del carnaval” (XIII, 632, 13-II-1926. 15). Cada año, la alegoría del carnaval revive. Es “como el monumento de la fiesta, su juicio final, su apoteosis”; hace una síntesis total de él, “armoniza lo que tiene de alegre la alegría y lo que tiene de pesaroso”. Con todo, acude al corazón una plegaria de que el carnaval sea eterno.

El carnaval –al suspender e invertir ficticiamente lo establecido- se compadece con el afán innovador e iconoclasta de las vanguardias.

 

2.3       RELATOS

“La mona de imitación” (VIII, 412, 26-XI-1921, s.p.). Un matrimonio rumia su aburri-miento casero: “tenían esa agresión el uno por el otro que da la vida”. Inicia ella el juego de repetir todo lo que dice el marido, quien la trata de “mona de imitación” y empieza a enfadarse. La mujer insiste, no acepta “el deseo de armisticio que había en él”, y la situación se va haciendo tensa. Al final, estalla el “odio de sexos que hay en el fondo del amor”, y el hombre la estrangula: “por fin sus últimas palabras no tendrían eco”.

Los episodios criminales abundan en la novelas de Ramón. Una de ellas, El chalet de las rosas, se organiza en torno al crimen. Véase José Enrique Serrano Asenjo: Ramón y el Arte de Matar (El crimen en las novelas de Gómez de la Serna)8.

 

“La paloma del rey” (XII, 581, 21-II-1925, s.p.). Luis, con su niñera, frecuenta la Plaza de la Armería. Persigue a las palomas, que se le escapan siempre. Un día atrapa una pero, arrepentido, la suelta. Cae enfermo, con fiebre alta. En una pesadilla, comparece ante el rey, que lo manda ejecutar por haber matado una paloma suya. Al irse a cumplir la sentencia, se subleva la artillería (no quiere que se mate a un niño) y él escapa. Recuperado, y aleccionado, vuelve al sitio de sus juegos.

¿Recuerdo infantil de Ramón transmutado en relato? En todo caso, parece asimilable a cuentos para niños como En el bazar más suntuoso del mundo o Por los tejados.

“El auto recién abandonado” (XIV, 723, 12-XI-1927, 12-13). Críspulo, que espera un taxi,  ve  llegar  uno. De él sale una dama “de ceñido traje de momia elegante y vivaz”. Lo ocupa y,  ya  de  camino,  dialoga  con el perfume de la mujer, huella de su presencia anterior. Acto seguido, ve en el suelo una hebilla de brillantes: era el pretexto de volverla a ver. En efecto, averigua dónde vive y se presenta para devolvérsela. Ella le dice que no es suya, que no ha perdido ninguna hebilla. Críspulo queda confundido –“ya no tenía derecho a saber el nombre de aquella mujer”-, se despide de cualquier modo y huye.

Falto de objeto inductor, el presunto donjuan “se deshincha”. El hecho de que el valor de la hebilla, que suponemos muy grande, no cuente para nadie, nos pone en la pista de la peculiar coherencia ilógica ramoniana.

8             José Enrique Serrano Asenjo: Ramón y el Arte de Matar (El crimen en las novelas de Gómez de la Serna). Granada, Caja de Ahorros, 1992.

 

“El compañero de una noche” (XV, 735, 4-II-1928, 37). En un cine (proyectan una pelí-cula sobre el oro de América) coinciden dos hombres. El de aspecto menos pobre –“ese tipo que, en vez de contagiarse con la ambición, roba a los ambiciosos”- observa cómo el otro mira ansioso la pantalla. A la salida, van juntos a una chocolatería. Allí, el gancho anota los datos personales del iluso, que se dispone a partir al día siguiente. “Y el pícaro embaucador (...) se fue satisfecho a su casa con la nueva prima en el bolsillo”.

Este relato, atípico en el Ramón maduro, puede considerarse social. Así lo confirma el comentario que lo cierra: la prima cobrada por el gancho “era como el último vestigio que queda de cuando se vendían los hombres”.

 

“Las quince hermanas de leche” (XV, 756, 30-VI-1928, 37). A diferencia de otras amas, que desaparecen una vez cumplida su misión, Rosa “era muy cumplida y no dejaba de ir a ver a los que había criado en años anteriores”. Marianito, examamantado, se propone convocar a todos sus hermanos de leche. Los localiza y los invita a un banquete. Todos de reúnen en torno a una mesa, que preside Rosa. Lo malo es que las conversaciones suben de tono, los comensales empiezan a pegarse y Rosa se suma al tumulto, hasta que la policía disuelve la “naciente institución”.

Cuento humorístico, hermano menor de, por ejemplo, El vegetariano o El hombre de los pies grandes. La iniciativa de Marianito –“síntoma de la sindicación que palpita en los tiempos que corren”- sale mal parada. ¿Se burla Ramón, conservador esta vez, de las luchas políticas?

 

“La rosa enorme” (XV, 764, 25-VIII-1928, 20). Lolita vive en un palacio de princesa, sin serlo. Un aya la convence de que, a cambio de su amor, puede pedir cualquier cosa. Pide una rosa que sea grande como un árbol. Pasa tiempo y nadie se la trae. Por fin lo hace un feísimo lord inglés. Lolita pone como condición “que el amor se lo habían de declarar bajo la rosa mayestática”, pero, antes de consumarlo, los dos mueren por efecto de las emanaciones. Lolita compra así al precio de la muerte el incumplimiento de su promesa.

Cuento fantástico, con fuerte componente lírico, emparentable con otros de este grupo como “El piano de cola negro” o “El ciervo romántico”. Se revela en él el peligro de jugar con lo imaginario, que puede alcanzar “abrumación de tragedia”.

 

“El pez único” (XV, 765, 1-IX-1928, 48). Río de Janeiro. En el gabinete de don Américo y doña Lía, el centro es una pecera en la que el “pez más inverosímil del mundo (...) se paseaba como por un palacio”. Viene a cenar don Reinaldo dos Santos. Al ver al pez, se queda asombrado y, en un descuido de los anfitriones, lo atrapa y se lo traga entero. Don Américo, indignado, lo echa de su casa: “Y don Reinaldo despareció (...) como ladrón inatacable, porque (...) digeriría el objeto robado, lo que no logran hacer con los brillantes los negros que se los tragan”.

Otro relato humorístico, cuyo final –fuga, con destino desconocido, de don Reinaldo tras su fechoría inexplicable- recuerda el de El hijo surrealista. Río de Janeiro es escenario de un relato mayor: La niña Alcira.

 

“El piano de cola negro” (XV, 772, 20-X-1928, 30-31). Al quedarse huérfana, Nena se compra una casa con una gran habitación donde colocar su piano de cola negro. El piano “recibía en sus misterios el alma escapada de Nena”, que, un día, cae de bruces sobre él, muerta. Acuden las amigas y abren el sobre con su última voluntad: yacer de cuerpo presente sobre el piano mientras tocan en él músicas “ni muy tristes ni muy alegres”. Así se hace. Mientras toca su viejo profesor, “se ve que el piano de cola era (...) la caja de resonancia que contiene viva la muerte de la dueña hasta que la amita muere”.

Primero de los relatos en La esfera donde lo no humano, en este caso un objeto, al influir sobre las personas, lo hace hasta el extremo de convertirse en motor de sus vidas o de destruirlas.

 

“El Conte Biancamano” (XV, 774, 3-XI-1928, 11). Ana tiene la misión de enseñar una isla a los turistas. Su novio acepta que haga este trabajo pero le molesta que entre con ellos en la gruta azul, que “veía como una gran alcoba para enamorados”. En la agitación de una fiesta a bordo de un barco, éste zarpa sin que Ana se dé cuenta. El barco es el Conte Biancamano, un nombre de conde de novela, lo que le da al viaje carácter de rapto. Tras dos días en Nueva York, sólo dos para consolar a Ana, se la hace regresar en ese mismo barco. Su novio la espera en el puerto y ambos deciden olvidar lo ocurrido.

Ahora, no es un objeto, sino un nombre, lo que condiciona los sucesos. Se introduce así una “lógica”, una relación de causa a efecto peculiar, dentro de la irrealidad.

 

“La niña mujer” (XVI, 787, 2-II-1929, 34-35). A los nueve años, Irene tiene formas y exuberancia de mujer. En el jardín al que su madre la lleva a jugar, los hombres la miran con deseo, las otras niñas recelan y se apartan de ella. Buscan jardines cada vez más apartados pero la situación se repite. Al final la madre comprende que su hija es la “niña futurista”, de belleza original y moderna, que corre hacia un destino que está llamada a protagonizar.

Asimilable a los que, en otro lugar, he llamado “relatos apologéticos o de manifiesto”9, entendiendo por tales aquellos en los que, con el apoyo de peripecias cualesquiera, se hace declaración o elogio de ideas artísticas o actitudes vitales gratas al autor. En este caso, Irene anuncia la “Eva futura” libre, desprejuiciada, dueña de su destino personal.

 

“El loro de doña Anita” (XVI, 791, 2-III-1929, 36). Los naturalistas han estudiado mal a los loros. Por eso se sostiene, erróneamente, que pueden vivir cien años. Lo prueba la historia del loro de doña Anita, que no fue tal, sino varios loros consecutivos: en ausencia de la señora, los loros se iban muriendo  y  las  criadas  reemplazando  por otros a los que enseñaban a decir las mismas cosas que sus antecesores.

Relato de humor ligero pero en el que se revela un rasgo básico de las vanguardias: la no aceptación de lo establecido, el placer de subvertirlo seria o lúdicamente.

9             V. Luis López Molina: “Relatos ramonianos...”, art. cit., págs. 263-264.

 

“Los dos flacos” (XVI, 797, 9-III-1929, 42). Una pareja de novios, por su delgadez extrema, provoca la curiosidad. Todo el mundo espera con impaciencia que se casen (algunos creen que esperan de Roma “dispensa de flacura”). Aunque el gobernador intenta aplacar a la gente, se produce un tumulto. Los dos flacos son obligados a vestirse de novios en los Grandes Almacenes y casados a la fuerza, entre guardias. Sólo así se cura el trastorno colectivo que producían.

Hay otros relatos ramonianos, extensos, en los que la cualidad física de alguien se erige en conductora de la historia: La gangosa, La roja, El hombre de los pies grandes.

 

“La manicura de Lucrecia” (XVI, 797, 13-IV-1929, 42). Parte I. En su palacio, Lucrecia se aburre y eso la impulsa a “usar su poder de un modo insaciable”. Llega su manicura, le cuenta que en la ciudad todos hablan de un nuevo galán, don Giovanni, y se entrega a “la complicada tarea de ritualizar [sus] manos para el amor o la intriga”, o sea, de hacerlas más refinadamente asesinas. Parte II. Don Giovanni, recibido por Lucrecia, le besa la mano “con ansia de suicidio”. Lucrecia recoge la última mirada del galán “como la última burbuja de la vida”.

Vemos en este relato un hermano menor de las  “novelas superhistóricas”, es decir, referidas a   formas narrativas preexistentes, con las que mantienen correspondencias temáticas o estruc-turales. Se piensa en seguida en Lucrecia Borgia.

 

“El sueño irreprimible” (XVI, 800, 4-V-1929, 18). Ernesto, marido de Isabel, no puede evitar quedarse dormido a cada momento. Eso enfada a su mujer, quien, de tanto reprochárselo, acaba por producirle rencor. Así, Ernesto modifica, en contra de Isabel, su testamento, primero favorable a ella. Hasta que una noche, en la que parecía haberse dormido una vez más, resulta que estaba muerto.

Otro relato construido sobre la interacción de amor y odio, como, más arriba, “La mona de imitación”. Tenemos ahora desenlace de muerte, inexplicada, pero no de violencia criminal, es decir, un tratamiento “suavizado” respecto del primero.

 

“El ciervo romántico” (XVI, 811, 20-VII-1929, 8-9). Un viejo parque. En él, un palacio en ruinas. De los ciervos, sólo queda una pareja, ansiosa de morir por mano de “aquellas amazonas pálidas” que usaban balas de plata. Muerta la hembra, el macho va de un lado a otro, para que parezca que hay muchos ciervos. Un día, aparecen los nuevos dueños: unos talabarteros enri-quecidos. Rebrota en el ciervo el deseo de ser cazado por una marquesita pero, tras descubrir la zafiedad de los verdaderos cazadores, decide suicidarse, dejándose hundir en un lago.

El más melancólico y evanescente, el más lírico en definitiva, de los relatos publicados en La esfera. Acabada la lectura, hasta se piensa en Rubén Darío. El aristocratismo, como en Valle Inclán, ha de interpretarse como negación de lo pragmático y burgués.

 

“La duquesa de la pérgola” (XVI, 819, 14-IX-1929, 16-17). Así llaman a María Luisa, por las pérgolas que hay en su jardín. Se enamora de ella Fernando, rudo y pasional. Este quiere quitarle la cinta negra de terciopelo que lleva al cuello. María Luisa se resiste. Consciente el hombre de que, si eso, “a aquella mujer no llegaría nunca”, se la arranca a la fuerza. Entonces, ella resbala y cae inerte, “al perder aquel sostén de su belleza, (...) el secreto y la clave de su buena apariencia”.

Una cosa, una simple cinta, se erige en depositaria de la feminidad, y quizás de la vida, de María Luisa. Véase, antes, “El piano de cola negro” y, después, “La raqueta japonesa”.

 

“La coleccionista de pisapapeles” (XVI, 821, 28-IX-1929, 16-17). Estefanía, rica here-dera, se hace coleccionista de pisapapeles. Se casa con Dorestes, rico también. En su nueva casa, “se agravó su afición y se dramatizó”. Se queda viuda y se vuelve lunática: “No iban bien (=los pisapapeles) a su luto; pero no se sentía capaz de desprenderse de ellos”. Piensa que uno le trae mala suerte. Por fin, para no desesperarse, los disemina por todas partes “porque se le había ocurrido de pronto que eran cebollas posibles de plantas imposibles (...) y tulipanes de lo no inventado”.

Los pisapapeles –unos objetos variables hasta lo infinito y también inagotables en su capacidad de sugerencia- figuran entre los objetos tutelares de Ramón. Véase, por ejemplo, el capítulo XXVI, “En la playa de los pisapapeles”, de El incongruente.

 

“La raqueta japonesa” (XVI, 825, 26-X-1929, 14-15). Lupe Porset era gran aficionada al tenis. Cuando jugaba con alguna amiga, eran “como dos gozadoras de alegría que se comunicasen sus secretos y esperanzas con un peculiar lenguaje sintético”. Un día ve en un escaparate una raqueta (japonesa) que la deja prendada. Se la compra. Al día siguiente, participa en un torneo y, gracias al poder que le infunde la nueva raqueta, lo gana sin dificultad. Al recoger la ropa, siente el impulso de depositarla “en el altar de una divinidad remota”.

Otro relato en el que las personas actúan al dictado de los objetos. En este caso, como en el más extenso La capa de don Dámaso (uno de los incluidos en El dueño del átomo), la influencia del objeto es benéfica. Véase después “Las meriendas juntas”.

 

“La embajada de Alfin” (XVI, 827, 9-XI-1929, 27-28). Lucinda está en un momento especial: el de ser invitada a todas las embajadas. La invitan a la de Alfin. Nadie sabe dónde está ese país. Asiste a la recepción, con su amiga Ana, tentadas las dos por el misterio. A media noche, el embajador da las gracias a los asistentes y les dice que Alfin está en Europa, espiritual ya que no materialmente. El misterio, pues, subsiste: “¡Qué sorpresas las del mundo moderno, que se permite el lujo de tener una embajada de no se sabe dónde!”

Aparece aquí otro motivo ramoniano: el del “hiperespacio”, indeciso entre lo real y lo irreal, ámbito de la inverosimilitud y de la asociación inédita. Véase “El tipo flamígero” y “La maja del espejo”.

 

“El tipo flamígero” (XVII, 845, 15-III-1930, 14-15). Mario Delgras llega a la ciudad del Nuevo Cine, donde triunfa. Cuando, con una actriz amiga, asiste a la proyección de una película en la que los dos trabajan, la película arde en la cabina. Otra vez va él solo, para verse en otra cinta, y ésta se le quema al operador. Le entra miedo a ser señalado como flamígero. El fuego lo provoca la disparidad entre el ser suyo que está en el mundo y el también suyo que está en el trasmundo. En desacuerdo consigo mismo y gafe del cine, renuncia a éste.

Como el “hiperespacio”, el “trasmundo”, fronterizo entre lo cotidiano y lo extraordinario, estimula la invención y suspende la vigencia de lo establecido.

 

 “Las meriendas juntas” (XVII, 855, 24-V-1930, 36-37). Los señores de Foronda han descubierto con su coche un lugar aislado donde merendar con su hija Julina. Ya instalados, llega también en coche otro matrimonio, los Dorestes, con su hija Fi-fí. Se hacen amigos, intercambian meriendas, las niñas juegan juntas. Pero los Dorestes dejan de venir; Justina echa de menos a su amiga. Lo que ocurre es que los Dorestes han venido a menos, no tienen ya auto y no quieren reunirse con los Foronda. Una vez se encuentran y se saludan, pero su amistad –“era sólo amistad de automóviles juntos”- se ha hecho irrecuperable.

Se trata, en este caso, no tanto de prejuicios sociales como de inducción por los objetos. Los coches (de lujo, no aún utilitarios) aparecen más veces en los relatos de Ramón, partícipe del deslumbramiento vanguardista ante los adelantos técnicos.

 

“La lámpara de gasolina” (XVII, 857, 7-VI-1930), 16-17). A la casilla en que viven Fuencisla y su marido, el pastor Eudosio, la llaman “la choza del carbón”, por estar decorada con carbonilla. Durante el día, ausente Eudosio, Fuencisla habla con los arrieros, de paso por allí. De noche, él lee novelones y ella cose. Un arriero se hace amigo de la pareja y se queda con ellos de tertulia. Fuencisla se enamora de este arriero. Un día, Eudosio se presenta con una lámpara de gasolina, que venía deseando comprar, y a cuya luz descubre en su mujer algo de asustada y en el arriero algo de culpable. Echa de casa a Fuencisla: “Y la lámpara esclarecedora (...) mostró una sombra que corría detrás de otra sombra.

Caso, infrecuente en Ramón, de relato tremendista: ambiente rural, personajes incultos, pasiones primarias. Véase, en la misma línea, el extenso Destrozonas. Se diría que, en algún caso, se deja contagiar por su admirado y entrañable José Gutiérrez Solana, al que biografió.

 

“El profesor monstruoso” (XVII, 867, 16-VIII-1930, 16-17). El profesor Z anuncia en la prensa clases por correspondencia. Los que las reciben aprueban siempre. Crece su fama y es propuesto para la Academia de ciencias. Todos esperan que se presente a tomar posesión, pero no lo hace. Un filántropo ofrece una recompensa a quien lo descubra. Por fin, alguien averigua dónde vive Z, que se ocultaba por vergüenza de su fealdad. Ahora, abatido, deja caer su cabeza “sobre la corona de sus brazos apoyados en la mesa”.

Lo que aquí cuenta Ramón es coherente dentro de su inverosimilitud, como ocurre a menudo en Ramón. Las bromas a costa de las academias, de la lengua u otras, son también habituales.

 

“La bailarina reaparecida” (XVII, 872, 20-IX-1930, 34-35). “El Museo de la Ópera guardaba un eco febriscente de las antiguas representaciones”. Destaca en él el traje de la primera bailarina Noemí Pretel, que se mató al caer en los fosos del teatro. Por las tardes, cerrado el museo y encendida la Ópera, el traje salía de su vitrina, “encontraba la rendija última y se lanzaba al escenario”. El público lo confundía con la sombra de la primera bailarina de carne y hueso presente en escena. Los buenos observadores habrían notado que la bailarina y su sombra no coincidían a veces, que era más bella la danza de la sombra, arte puro, al estar exenta de la servidumbre de gustar al público.

Relato de manifiesto. No es la única vez que Ramón desaprueba el arte escénico a causa de su dependencia respecto del público. Nótese que este relato es sólo unos meses posterior al fracaso de su comedia Los medios seres, en el Teatro Alcázar de Madrid.

 

“La maja del espejo” (XVII, 877, 25-X-1930, 17). “En el viejo café, los espejos tenían un marco de caoba que retenía las imágenes”. Es jueves santo. Todos quieren encontrar a la Indudable (la más bella, entre las mujeres de mantilla). También el narrador, que observa desde su mesa y, gracias a un espejo, descubre su silueta. Al día siguiente, comprueba que la Indudable ha quedado retenida en el mismo espejo donde se reflejó el día anterior: “tenía, como la Gioconda del Louvre, la salvaguarda del cristal, y su abanico tenía la inmovilidad de los abanicos perennes de la pintura”.

Ramón se sintió fascinado por los espejos. Aquí, uno de ellos funciona como seductor irreal, se apropia de la belleza pasajera y la retiene. Junto a la mujer, un objeto emblemático, el abanico, ya con regusto de época para nosotros.

 

“Poema de un día” (XVII, 882, 29-XI-1930, 21). El poeta don Abdón lleva una vida solitaria en su jardín. Sueña en conseguir una simbiosis de planta y poesía. Por fin, le brota una planta cuyas hojas son como guardas de libros. Se pone entonces a dictarle al jardín hasta que, una mañana, aparecen en los tallos de las plantas unos cucuruchos de papel, con aspecto de lirios de agua, que son poemas enrollados. Pero, al día siguiente, los poemas-flores están marchitos. La naturaleza no consiente sino poemas fugaces, de un día, “a los que estuviese asegurado el respeto gracias a su efemeridad”.

Interpretable también como relato de manifiesto. El arte no ha de quererse perdurable, nace en el presente y pasa con él. Renovarse siempre es su razón de ser y su justificación.

 

“Amor de balneario” (XVII, 884, 13-XII-1930, 32-33). “El balneario parecía dar el reuma, en vez de quitarlo”. Allí, surge el amor entre Juan y Matilde, “huérfanos románticos”. Ya casados, pasan la luna de miel en el balneario pero, en éste, ni aun la luna de miel es alegre. El tiempo pasa. Hacen todo lo posible por remediar la invalidez de un amor nacido en el balneario. En vano. No había en su unión el “leonesismo” (=apasionamiento) del amor normal.

Aquí –en clave humorística- es un lugar determinado, un balneario, el que ejerce su acción sobre la pareja, aguando, enfriando, diluyendo, desustanciando su amor. Como se va viendo, en el motivo de la influencia de los objetos caben variantes y tonos distintos.

 

2.4       RAMONISMO

 

“Siluetas” (VIII, 405, 8-X-1921, s.p.). ¡Qué vida extraña y concentrada tienen las siluetas”. Las siluetas “son de algún modo los figurines para las sombras”. Comenta las dos que ilustran el texto. Lamenta que la suya no sea época de “siluetadores”, pues le gustaría disponer de su propia silueta “como una especie de monograma de [su] parecido”.

Más tarde, en 1934, Ramón publicará en Cruz y Raya un trabajo extenso Siluetas y sombras, que este breve anticipa.

 

“Muñecos recortables” (IX, 443, 1-VII-1922, s.p.). Lamenta que, en las revistas, las hojas de muñecos recortables repitan los mismos motivos, con monotonía. De que un niño pueda o no recortar muñecos estimuladores de su fantasía dependerá que se convierta en una adulto despierto o adocenado. Confiesa haber recibido alguna vez, para su obra, inspiración de los recortables.

Rara en Ramón una idea pedagógica. Se trata más bien, una vez más, de ensalzar cuanto estimule la creatividad.

 

“El sombrero de copa” (X, 475, 10-II-1923, s.p.). Elogio nostálgico del sombrero de copa, caído en desuso, reducido a elemento ritual, “como las pelucas blancas de los jueces de Londres”. El que lo llevaba ganaba en altura y parecía guardar en él sus ideas y recuerdos.

Elogio nostálgico, con veta irónica, de este cubrecabezas obsoleto. Diez años más tarde publicará en la Revista de Occidente el relato Aventuras de un sinsombrerista, expresión de su antisombrerismo personal.

 

“Caprichos” (X, 484, 14-IV-1923, s.p.). “La señal”: una portera se enriquece reuniendo el dinero de las “señales” que le dan las mujeres interesadas en alquilar un piso y al que renuncian luego. “El hada”: Rosarillo, que se viste de hada para un carnaval, es convertida en hada verdadera. “La nueva Gorgona”: es la mujer moderna cuya cabellera agita el viento al correr de su coche.

En éste, y en otros casos de “caprichos” o greguerías, dada la variedad enorme de estos microtextos, renuncio al comentario.

 

“Nuevas cosas del circo” (X, 489, 19-V-1923, s.p.). Casi una treintena de greguerías. Cito una: “Eso de los tigres de Bengala es tan gratuito y tan improbable, que sólo si se encendiesen al final nos lo creeríamos”.

 

“Los caballos de raza” (X, 497, 14-VII-1923, s.p.). En España, por estar cerca del Sur, se ha prestado gran atención a los caballos. Estos, como las mujeres, son tanto más perfectos cuanto más se acercan al prototipo árabe. Pero se da el caso inaudito de que el caballo árabe inglés es superior al producido en los países árabes.

Texto atípico –informativo, sin arrequives- en el que Ramón revela anglofilia ¿y conocimientos pecuarios?

 

“La cesta romántica” (X, 502, 18-VIII-923, s.p.). Comenta un cuadro, “En la playa”, que ilustra el artículo. Dicho cuadro representa una de esas cestas (=asientos playeros) que crean la soledad confesional frente al mar”, esas cestas que tienen misterio, aun estando desocupadas, como si trascendiesen a ellas las confidencias de las mujeres que las ocuparon.

Es frecuente en el ramonismo que un texto se limite a captar el alma de un objeto y sus matices.

 

“Cosas del café” (X, 506, 15-IX-1923, s.p.). Una quincena de greguerías (más o menos condensadas). Dos de ellas: “Las bolas de espejo son muchas veces remate del erguido botellero10, y en ellas se reúne y recoge todo el café y todos somos como habitantes de ese pequeño planeta del café”; “No hay nada que deje tan muda a la calle como los cristales de café”.

10           Aquí, mueble para colocar botellas.

“Mi retrato cubista” (X, 513, 3-XI-1923, s.p.). El que le hizo Diego Rivera, de frente y de perfil a la vez y donde se dejó guiar “por un sentimiento científico de pintor más que por un ingenuo fiarse de las apariencias”. Cada vez se parece más a ese retrato y menos a la mascarilla que sacaron de su rostro: “¡Esas son las paradojas del arte burlándose de la propia realidad!”.

Ramón habló varias veces de este cuadro. Véase, por ejemplo, el capítulo 16, “El retrato perdido”, de Nuevas páginas de mi vida.

 

“Observaciones fúnebres” (X, 514, 10-XI-1923, s.p.). casi una veintena de greguerías. He aquí dos: “La muerte es una combinación de espejos que se quiebra y se apaga”; “El gusano puede molestarnos de vivos; pero de muertos, será nuestra resurrección”.

 

“Los nuevos muñequitos” (X, 516, 24-XI-1923, s.p.). Esos muñequitos o “taruguillos” vienen de Alemania y en ellos se “resume con encanto la nueva audacia grotesca y sencilla del juguete”. Los niños, hartos de muñecos complicados o burdamente realistas, quieren volver a lo elemental y esos muñequitos son “como nueva semilla de la sencillez”.

Véase, más arriba, “Muñecos recortables”.

 

“Las lágrimas en el arte” (X, 518, 8-XII-1923, s.p.). Desde Pedro de Mena hasta contemporáneos como Quintín de Torre (escultor bilbaíno), las obras de los imagineros españoles están llenas de lágrimas, lágrimas de sangre. Se demora en describirlas. Las de las Vírgenes acom-pañan las desgracias de España y se derraman también por la guerra de Marruecos, en la que se inmola a la juventud (pobre).

En otras ocasiones, Ramón depone también su apoliticismo para criticar sin reservas esa guerra.

 

“El circo pobre” (XI, 529, 23-II-1924, s.p.). Evocación compasiva de éste en su deambular penoso de un pueblo en otro, transportando en carromato artistas, animales y pertrechos. Sin embargo, ese circo cambio la atmósfera del lugar adonde llega, crea un día de fiesta inesperado.

Al espectáculo circense había dedicado Ramón una obra extensa en 1917: El circo. En La esfera toca el tema en tres ocasiones.

 

“El pitaco” (XI, 546, 21-VI-1924, s.p.). “El pitaco es el último suspiro de la pita”, su florecimiento en altura y por única vez. Mástil del paisaje, lleno de manos “implorantes y votivas”, redime de la escueta adustez al contemplador del campo.

La inspiración por lo natural, y no por los objetos, es infrecuente en Ramón. Ante este texto, de lirismo sobrio, se piensa en el poema machadiano “A un olmo viejo”.

 

“La rara en intrincada psicología de los palcos de teatro” (XI, 562, 11-X-1924, s.p.). En medio de la gente, los palcos preservan una intimidad peculiar. Enmarcan a sus ocupantes, tienen mucho de cuadro: primeros y segundos términos. Su realidad completa la de la escena. Frente a las otras localidades, que hacen del público una masa indiferenciada, los palcos tienen personalidad propia.

Acogedores y de atmósfera sui géneris, los palcos, cuadros tridimensionales, ilustran bien la “claustrofilia” ramoniana. Véase, más adelante, “Modo de asomarse a los palcos”.

 

“Defensa del ciprés” (XII, 599, 27-VI-1925, s.p.). Defiende los cipreses, frente a cierto jardinero mayor que quería cortarlos. En los cementerios, dan un último abrigo a los muertos, asumen la representación de los vivos. Pero no es verdad que sean siempre tétricos. Viéndolos en otros sitios se aprecian otras dimensiones de su encanto. Son también pasionales, “capaces de sofocar de amor la vida”.

De nuevo, un elemento natural inspirador. Junto a su visión tópica (árbol fúnebre), propone otra inédita: árbol de la pasión.

 

“Los folletinistas” (XII, 622, 5-XII-1925, s.p.). Son los “noveloneros” (V. Cherbuliez, X. De Montepin) y quienes los siguen (P. Bourget, H. Bordaux). “Son grandes ejemplos de literatos para seguir otro rumbo”, hombres que “escribieron en la actitud confortable y segura con que hay que escribir otras cosas que las que ellos escribieron”.

De los folletinistas, el narrador moderno tiene algo, no todo, que aprender. ¿Qué es ese algo? ¡Lástima que Ramón –tan parco al opinar sobre lo narrativo (véase su “Novelismo” en Ismos)- no explaye su pensamiento!

 

“Atlas románticos” (XIII, 647, 29-V-1926, 9). Los cuadernos antiguos de dibujo tenían carácter romántico, educaban para el sueño y preparaban a cada aprendiz de dibujante para el sentimentalismo de la vida. Los de ahora, en cambio, representan escue-tamente cosas o personas, carecen de “estado de ánimo especial”. Él ha querido ponerlos a los antiguos “el pie escrito que nunca llevan” y prevenir respecto de ellos a los jóvenes crédulos.

Maestro de la mirada en libertad, de un mirar cambiante e innovador, debe ser el artista ya hecho respecto de los jóvenes.

 

“Pérgolas” (XIV, 728, 17-XII-1927, 18). Con pretexto de la próxima inauguración de una pérgola en el Retiro, habla de las pérgolas en general: “lo que de pájaro tiene el hombre (...) se satisface bajo el pasillo entablillado”. La pérgola –“costillar de monumentos y como andamiaje de cielos”- avanza sobre el mar del campo como el acantilado sobre el mar del agua, nace del deseo de hacer avanzar el claustro hacia el campo, etc...

Otro ejemplo, logradísimo, de visión inédita de las cosas. Nótese que, en las asociaciones inspiradas por la pérgola, el vacío es tan operante como la materia. Así también en la escritura moderna.

 

“El abrigo indomable” (XV, 732, 14-I-1928).La moda se sirve de los animales más raros. Hay mujeres que llevan abrigo de piel de cebra. El cuadrúpedo más rebelde a las bridas, y eso agrava la insumisión natural de la mujer. Así, el que regale a su dama un abrigo de cebra notará en ella “bravisquerías, ratimagos, repelones y coleteos que nunca había observado”.

Este texto retoma, en clave humorística (lo revela el vocabulario), el motivo recurrente de la influencia de las cosas sobre las personas.

“El bisonte” (XV, 762, 11-VIII-1928, 30). Reminiscencia de la fauna primitiva, el bisonte conserva el perfil con que se lo pintó en las cavernas y evoca a los primeros hombres. Contemplarlo es asistir al “obscuro amanecer del mundo”. Su gran cabeza, en desproporción con los cuartos traseros, es como una carátula con perilla. En su enso-ñación, está paciendo historia, recuerdos y praderas infinitos.

En este caso, es la silueta peculiar del bisonte, insepa-rable de la pintura prehistórica, la generadora del texto.

“Circo de cinematógrafo (XV, 763, 18-VIII-1928, 14-15). El circo “tiene una atmósfera especial con calidez de vida a la que se asiste”, y esto se evapora al filmarlo. En el cine –que, más que un arte, es un procedi-miento- el circo resulta falso. Se pregunta, reticente, si “el cine hablado y ruidoso que viene” captará o no mejor la esencia del circo.

Circo y cine, inspiradores ambos de obras mayores (El circo, Cinelandia), convergen en esta reflexión, que no arriesga un pronóstico.

 

“Jugadores de bolos” (XV, 771, 13-X-1928, 36). Dice verlos no en los sueños del dormir, “sino en los sueños de la vigilia y el sol”. Los jugadores de hoy son los últimos de una serie que empezó con el mundo, cuando se jugaba poniendo de pie piedras alargadas y derribándolas con otras redondas. Le interesan los sitios donde se juega clandestinamente a los bolos: “Yo sé dónde está ese solar, sino que no sé dónde se encuentra, y yo lo vi, aunque no lo vi, algún día, y espero hacer un plano de donde se encuentra el día que lo vuelva a encontrar.

Final confuso, como puede verse. Con todo, cabe interpretarlo como un caso más de espacio entre lo real y lo irreal.

“La danza de las chiribitas” (XVI, 789, 16-II-1929, 37). Las chiribitas son los puntos o figuras luminosos, que, después de mirar la luz, se ven bailar si se cierran apretadamente los ojos. El arte moderno, al mezclarlo todo, viene a coincidir con esa danza de las chiribitas, en la que se encuentra “el sentido optimista de la vida, la alegre farándula”.

Rasgo mayor del estilo de Ramón es verter lo abstracto en términos concretos, recurriendo así a la experiencia común. En este caso, las chiribitas remiten al antifigurativismo del arte moderno.

 

“Los supergusanos” (XVI, 800, 4-V-1929, 18). Los gusanos de seda se han dado cuenta de que, mejor que producir seda para que la tejan en las fábricas, sería hacer ellos todo el trabajo, hasta el final. En la segunda fase de su vida, renunciando a ser mariposas, piensan dedicarse a tejer medias de mujer, incluso sobre las piernas mismas.

Texto humorístico, pero no del todo inocuo. El fetichismo de Ramón encuentra en las medias de seda, las más “sexy” de la época, uno de sus engarces.

 

“El estilo y las ideas” (XVI, 809, 6-VII-1929, 36). Texto sin título: un hombre, de estilo triste, “buscaba ideas que sustentar en el papel”, pero no las encontraba; causa: las ideas, martirizadas, se salían por un agujero de su cráneo. “El ilusionista sin trucos”: sacaba del vacío las cosas más sorprendentes y nadie le descubría cómo; “su secreto es que poseía la palabra, el estilo vivo y creador”, aunque lo que iba creando duraba sólo lo que tardaba en pronunciarlo mentalmente.

Por caminos desviados, Ramón expresa aquí una idea central de su ideario artístico: la obra ha de emanar de la vida misma del escritor y debe transmitir íntegra la emoción creadora.

 

“Dos y la misma” (XVII, 853, 10-V-1930, 32-33). Solución de un misterio: que, en verano, se vean mujeres que luego, en invierno, desaparecen. Resulta que una misma mujer se había presentado a dos concursos de belleza, de verano y de invierno, lo que exige dos bellezas distintas: rotunda y sensual una, más recatada la otra. De ahí la duplicidad de las madrileñas, que cada una sea “dos y la misma”.

Tenemos aquí un trampantojo, un enigma que se le plantea a la mirada. Ramón fue ante todo un mirador y así lo reconoció expresamente. Trampantojos será el título de una obra suya tardía, de 1947.

 

“Caprichos” (XVII, 880, 15-XI-1930, 24)11. “La limosna del hidalgo”: extiende la mano, como para ver si llueve, y al recibir limosna, dice que es para sus pobres. “El galgo del record”: para que gane una carrera, su dueño lo alimenta con gasolina; el galgo se incendia y la carrera es anulada. “Borrachería y sueño de un bebedor de chocolate”: se cree que sólo emborracha el alcohol, pero también lo hace el chocolate; los borrachos de chocolate tienen sueños tropicales. “El caballero de los calcetines tristes”: se va contagiando de la tristeza de sus calcetines; de haberlos elegido alegres y vistosos, se habría salvado. “Los que comen   gato”:  como  los  gatos,  ven  en  la oscuridad. “El  baúl ataúd”:  no  daba  importancia al baúl que llevaba en sus viajes pero cada vez, al regresar, encontraba muerto, por inducción del baúl (con forma de féretro), a uno de sus hijos; desiste de llevarlo y, gracias a eso, “le dura aún su última hija, la soltera, metida en aguardiente”.

   

11           Estos caprichos se incluyen luego en Otras fantasmagorías, de 1935. Uno, “El caballero de los calcetines tristes”, podría figurar en El doctor inverosímil, obra en la que abundan las cosas inductoras de enfermedad o muerte.

 

“Modo de asomarse a los palcos” (XVII, 883, 6-XII-1930, 31). “Nada que merezca un tacto tan exquisito como el asomarse a los palcos”. Desarrollando esta afirmación, ofrece un pequeño tratado de cómo practicar tal ciencia. En los palcos, antes de inventarse el cine, se filmaron las primeras escenas cinematográficas. Cada palco constituye un cuadro  y,  juntos,  una  “pinacoteca  teatral”.

Véase, más arriba, “La rara en intrincada psicología de los palcos de teatro”. Persistencia en la captación de atmósfera y en la visión pictórica.

 

3           

Una brevísima recapitulación. Las ochenta y cinco colaboraciones de Gómez de la Serna en La esfera, entre 1921 y 1930, sus años de plenitud, tienen de promedio una calidad literaria elevada. De ellas, destacan sin duda los veintisiete “relatos”, que, de ser reunidos en un breve volumen, revelarían una dimensión del escritor desconocida hasta ahora12. Los textos del “ramonismo”, respecto el conjunto amplísimo de éste, aunque valiosos, no son tan relevantes. Respecto de los incluidos en los grupos “ciudades” y “actualidad”, cuyas fronteras resultan más imprecisas, algunos, aproximadamente la mitad, se suman al madrileñismo; los restantes, heterogéneos, ilustran sobre uno u otro aspecto de la actividad o del ideario del escritor.

12           “La mona de imitación” se incluye en Otras cosas, de 1923.