LA ESTRUCTURA PARÓDICA EN EL INCONGRUENTE, DE GÓMEZ DE LA SERNA

Luis Bagué Quílez,  luis.bague@ua.es

EL HUMORISMO PARÓDICO EN EL INCONGRUENTE

La parodia es una de las perspectivas más feraces desde las que cabe abordar el análisis de El incongruente (1922), pieza esencial dentro del siempre controvertido marco de la novelística ramoniana.

A menudo la obra de Ramón Gómez de la Serna se ha estudiado al aliento del humorismo que le es tan querido y que impregna algunas de sus mejores páginas. El humor cumple en su narrativa la función primordial de evitar la transitividad comunicativa con el lector o, al menos, la de mediatizar el contagio emotivo a que era tan proclive la novela decimonónica. Con el devenir literario, la busca de la carcajada disolvente se vincularía con las claves constitutivas de lo que se dio en llamar “humor del absurdo”. No en vano, Umbral señala la huella del autor, filtrada por el italiano Pitigrilli, en la producción de vanguardia que, ya en los años treinta, habrían de desarrollar Neville y Jardiel o, más tarde, Tono, Mihura y el grupo “codornicista”; aunque la comicidad de éstos nace de fuentes más populares y es, al cabo, más evidente que la de Ramón (Umbral, 1978: 121-122).

Sin embargo, encontramos en el orbe del escritor una pátina humorística que escapa a la deliberada intrascedencia de la jovialidad y de la alacridad vanguardista, y que va tiñéndose progresivamente de las oscuras tonalidades del sarcasmo. Entronca así con una veta propiamente hispánica que conduce, en un paralelismo pictórico, desde las macabras Postrimerías de Valdés Leal hasta los terribles aquelarres provincianos de Solana, pasando por las pinturas negras de Goya. En este ámbito, entre ascético y carnavalesco, se inscriben los diversos epígrafes de Los muertos [y] las muertas, así como los que, en Senos, están dedicados a “Los senos en la enfermedad grave” y a “Las muertas”.

El componente paródico, más que como una prótesis o como un aditamento de sus textos, debe contemplarse como el crisol desde el cual se tamiza su sentido literario, y aun moral. A imagen de la deformación de los espejos cóncavos en la dramaturgia de Valle Inclán, el humorismo de Gómez de la Serna desvela una auténtica cosmovisión: “inunda la vida contemporánea, domina casi todos los estilos y subvierte y exige posturas en la novela dramática contemporánea” (Gómez de la Serna, 1975: 197).

El incongruente, quizá el más inmediato precedente de lo que el mismo Ramón denominaba “novela de la nebulosa”, se concibe como una obra-bisagra hacia la madurez del autor. Si bien el libro no está exento de titubeos, que en la mayoría de ocasiones tienen que ver con el desarrollo psicológico de los personajes y con la progresión del relato, hay en esta obra algo más que “un intento abortado de novela surrealista” (Ilie, 1972: 226). A pesar de que la reflexión metagenérica, la ensoñación y el deseo de modificar el estatuto de la realidad son elementos indiscutibles de su andamiaje, Ramón se revela capaz de integrar todos estos aspectos heterogéneos en un mosaico narrativo original y coherente.

Una de las falacias críticas más reiteradas a propósito de El incongruente insiste en el débil armazón constructivo que sustenta y enhebra los diferentes episodios. Subyace aquí la idea caricaturesca, formulada por Umbral —y, como toda caricatura, no carente de un poso de verdad— de que Gómez de la Serna “es demasiado escritor para ser buen novelista” (Umbral, 1978: 51). Pero, incurriendo en una reducción contraria a la anterior, cabría afirmar, aun a riesgo de caer en la hipérbole, que nunca Ramón es tan Ramón como en sus imperfecciones.

En este caso, la atomización de la sustancia argumental, que conlleva “la sustitución de lo plausible por lo perfectamente irreal” (Granjel, 1963: 205), no pretende destruir la posibilidad de una lectura referencial.  Como ya alertaba Ortega en sus Ideas sobre la novela, «deshuesado el cuerpo novelesco se convierte en nube informe, en plasma sin figura, en pulpa sin dintorno» (Ortega y Gasset, 1969: 186). Ramón, en consonancia con Ortega, edifica un artefacto literario que, lejos del automatismo inconsciente del Surrealismo y de la palabra en libertad futurista, se bifurca en una doble dimensión: ya sea como sucesión de capítulos más o menos desordenados e irreverentes respecto de las normas y cánones estructurales de la novela, ya como una tupida red paródica que afecta a los diferentes estratos del relato.

LA PARODIA EN LOS PERSONAJES  

La parodia nos ofrece la clave en la interpretación de El incongruente. En esta novela, se exhibe la versatilidad de Ramón para desestabilizar los ingredientes temáticos y tópicos que codifican los diversos géneros narrativos sin traicionar los contextos comunicativos que requiere cada uno de ellos.

portada de la 1ª edición en Espasa Calpe, Madrid, 1922

El humorismo se centra en el protagonista de la obra, Gustavo El Incongruente. Como indica López Molina, se trata de una parodia del donjuanismo, en que el personaje principal se desvela como un seductor romántico après la lettre (López Molina, 1982: 83-93). Se configura, pues, un donjuanismo vanguardista que, al desdeñar su incorporación en el ciclo de la tradición literaria, certifica la atrofia del mito. Gustavo, antes víctima de su propia incongruencia que ejecutor de su voluntad, ve en el amor el símbolo humano que encarna el absurdo vital. De hecho, él, nacido bajo el influjo de Venus y, por tanto, predestinado para la sensualidad, experimentará, al igual que el Tenorio de Zorrilla, un estigma del fatum trágico. Esta pulsión indomesticable le incita a recorrer toda la escala social, hasta un desenlace en que el absurdo se identifica, pese a todo, con una coherencia superior.

La escasa jerarquización del protagonista frente a los diversos modelos de individuación erótica que se suceden en la novela queda plasmada al comienzo del capítulo VI (“La casa predilecta”): “Gustavo sabía que no hay mujeres diferentes. No hay más que casas, balcones, habitaciones distintas, muebles de distinta clase, posiciones más o menos oscilantes”. De una forma semejante se expresaba José Bergamín, en uno de sus aforismos relativos al alma donjuanesca: “Ninguna o cualquiera —piensa Don Juan—” (Bergamín, 1981: 78). Este planteamiento linda en las explicaciones psicoanalíticas de Gregorio Marañón acerca del donjuanismo, entendido como síntoma o encubrimiento de una homosexualidad latente: “Por cierto que este donjuanismo juvenil y pasajero, que es el más frecuente, comprueba mi teoría sobre la débil virilidad de Don Juan [...] El hombre verdadero, en cuanto es un hombre maduro, deja de ser Don Juan. En realidad, los donjuanes que lo son, en verdad, hasta el fin de su vida, es porque conservan durante toda ella los rasgos de esta indeterminación juvenil” (Marañón, 1967: 73-75).

En El incongruente, resulta difícil observar una evolución de los distintos estadios por los que atraviesa Gustavo en su asunción del donjuanismo. No sólo ocurre que la obra carece casi por completo de pinceladas de caracterización psicológica; es que, en un sentido estricto, Gustavo nunca llega a adquirir el rango de personaje principal, sino que pulula por la novela como los extras en una película de cine.

Gustavo se convierte en un personaje que, a fuerza de subvertir las leyes de la lógica, ha dejado prácticamente de existir. La única razón para que éste sea estriba la necesidad de un nexo que comunique los episodios yuxtapuestos y descoyuntados que componen el relato. De este modo, “el protagonista central —Gustavo—podría reemplazarse por otro nombre cualquiera: no existe sino en cuanto sujeto de rarísimas peripecias; lo substantivo es, en cada caso, la anécdota o el espíritu de la anécdota, la situación incongruente imaginada por el novelista” (Nora, 1973: 112) . Tales anécdotas, por otra parte, se dirían ya prefiguradas por la propia condición del héroe novelesco.

No obstante, bajo la forma de mera entelequia que parece convenirle a Gustavo hallamos una vertebración ficcional que engarza con algunas de las proyecciones literarias del propio Ramón: pensamos en la Palmyra Talares de La quinta de Palmyra o en el Manuel Quevedo de Gran Hotel. Estas dos figuras, como la del Incongruente, son, según Granjel,“simple desdoblamiento, con distinto nombre, incluso con sexo diferente, de una única figura humana, en la cual no es difícil reconocer la estampa íntima de quien a todos dio vida” (Granjel, 1963: 204-205). La empatía del autor con respecto a sus entes ficcionales, que ya apuntaba en “Humorismo”, nos hace pensar en un personaje que, a lo largo del texto, va troquelándose sobre la osamenta de Gómez de la Serna y llenándose poco a poco de las notas psicológicas afines a su demiurgo.

A Gustavo, en definitiva, lo crean los demás personajes y las circunstancias que en ellos convergen. De su itinerario por cartografías ima-ginarias y máscaras poéticas se deduce la parodia donjuanesca que señalábamos con anterioridad.  

Gustavo se topa, en su aventura, con un vasto catálogo femenino que supone toda una galería de arquetipos eróticos. En un inventario poco exhaustivo, resaltan la adúltera (cap. III); la «pícara ingenua», disfrazada de “escocesa” (caps. IX-XI); la mojigata, una pianista que vive con su madre (caps. XV-XVII); una joven que hace más soportables los domingos para los solitarios (cap. XIX); la mujer fatal, adinerada y displicente, esposa del banquero Morguete (caps. XX-XXII); la muñeca de cera (cap. XXIII); Lola, la muchacha del “pueblo alegre”, (cap. XXV); la viuda (cap. XXVIII);  la hija de un general (caps. XXXI-XXXII); la señora “de negocios” que conoce en el vagón-restaurant de un tren (cap. XXXIII), la madura seductora, con la que flirtea en un café de París (cap. XXXVII), y la mujer ideal (cap. XLI).

Sin embargo, estas historias raras veces terminan satisfactoriamente para Gustavo. En las escasas ocasiones en las que el personaje decide tomar la iniciativa, las adversidades se coadyuvan para determinar su fracaso. Así sucede en el episodio III, con la irrupción en la escena del marido engañado; en el XXII, cuando es expulsado de casa de la amada por ella misma; en el XXIII, en que pierde el camino que conduce al pueblo de las muñecas de cera, o incluso en el XXVIII, donde el difunto marido de una fogosa viuda da cuenta de sus celos al provocar, en el curso de una sesión de espiritismo, un incendio en el inmueble en que ella vive. En otros momentos, es el propio personaje quien decide acabar con la relación, sobre todo cuando ésta lo aboca hacia la vida vulgar (en los episodios XVII, XXV y XXXII). Hasta cuando Gustavo es seducido por las mujeres, las expectativas amorosas se truncan prontamente, debido bien a la falta de constancia de ellas (XXXIII, XXXVII), o bien a su precipitación por expresar sus sentimientos (XI). Para Gustavo, la declaración de amor eterno a que tienden las mujeres es, indefectiblemente, una declaración de circunstancialidad. La paradoja que se establece en el amor oscila entre lo azaroso o casual de su nacimiento y el innegable “voluntarismo” que les exige a los amantes evitar que el sentimiento inicial se extinga.

Éditions Gérard Lebovici, Paris, 185

Pero Gustavo, como tantos otros seductores frustrados, acabará por ceder ante los designios de la realidad. En el último capítulo, la aparición de la mujer ideal implica el reconocimiento en el “otro” femenino. La ambientación en una sala de cine, uno de los lugares preferidos por los narradores de vanguardia —recordemos al Francisco Ayala de “Polar estrella”—, no tiene aquí nada de arbitraria. El Incongruente, sin saberlo, representa una ficción en la película que se proyecta en la pantalla. Al final, descubre que la mujer que está sentada en la butaca de al lado es la coprotagonista de aquel extraño filme. La boda que cierra la obra es la culminación de la parodia del donjuanismo, a través de la claudicación de la incongruencia del protagonista. Del mismo modo que sucediera con la locura de Alonso de Quijano, Gustavo sólo cobra vida propia al matar al personaje novelesco que hasta entonces había sido.

LA PARODIA EN LAS SITUACIONES

La construcción paródica de El incongruente pone en duda la hipotética inorganicidad del texto ramoniano, a pesar del fragmentarismo de su estilo. La presencia de una idea rectora previa niega la ordenación aleatoria de los episodios, a diferencia de la lectura que propondría, por ejemplo, Cortázar en su Rayuela. Los fragmentos de que consta la obra no poseen una clara hilazón argumental, por lo que pueden verse como capítulos de un mismo relato, o incluso como cuentecillos autónomos. Sin embargo,  la finalidad paródica de Gómez de la Serna no sólo afecta al plan general del libro, sino que galvaniza todos los episodios que en él se inscriben. Al tiempo que los dota de una cierta autonomía humorística, los inserta en el marco global de la narración.

El capítulo IV (“Su tía Mónica”) ironiza acerca del relato fantástico de estilo romántico. La anécdota, suerte de leyenda becqueriana, teniendo todos sus ingredientes en nada se asemeja a ella, ya que los elementos de atmósfera gótica —la venganza, el clímax de misterio, el terror que inspira la ultravida o la escatología— se hallan subvertidos en el tono burlesco de este episodio. De la visita de un espectral soldado a la casa de la tía del Incongruente no se puede extraer otro corolario que la dolorida conciencia del absurdo de la existencia. Esta actitud ocasiona otra parodia a costa del Romanticismo, en el episodio (capítulo XXIII) en que la motocicleta del protagonista se obstina en seguir su propio rumbo, sin detenerse, y que nos retrotrae al cuento de Espronceda «La pata de palo».

Especial interés tiene el capítulo IX ( “Un baile de máscaras”), que se enmarca en una localización lujosa y operística propia de la comedia galante. Este episodio enlaza con el titulado “En el salón de los figurantes” (capítulo V), cuyo universo alegórico y artificioso se imbrica con la tópica del “mundo al revés” que tan bien supiera desarrollar Gracián en El Criticón.

En el capítulo XIII (“Detrás de los decorados del teatro”), Ramón parodia ciertas escenas costumbristas del mundo del teatro, que nos remiten a Mesonero Romanos o al Moratín de La comedia nueva. El desenlace del episodio, ubicado en un café provinciano, recoge el eco de las viejas tertulias en que se rememoran tiempos mejores para el teatro (“¡Qué Hamlet aquel! ¡Qué Hamlet!”), mientras que se “saludan” con inusitada vehe-mencia las modas de un presente ya anacrónico y añejo (“¡Muerte al autor modernista! ¡Muerte!”).

A su vez, el capítulo XXX (“A puerta cerrada”) reproduce un esquema claramente teatral en una trama de tintes folletinescos —Gustavo es acusado injustamente de violación— que desemboca en un absurdo de reminiscencias kafkianas.

Sobre el relato de corte sentimental se erige el capítulo XXXIV (“El amigo de su padre”), en que Gustavo recibe una copiosa herencia de un desconocido amigo de la familia. Por su parte, el capítulo XXXVII (“Una noche en el ‘cabaret’”) expone una parodia del relato policiaco, donde el protagonista es confundido con un famoso gángster “casi igual a él”. En el XXXVIII (“Cartas de mesa a mesa”), se satiriza la novela epistolar. Este último episodio narra el breve intercambio de mensajes, escritos en las servilletas de un café, entre Gustavo y una dama casada. Esta transacción amorosa, que dura en realidad pocos minutos, se les antoja a sus protagonistas un trasunto de eternidad: “Mi encantador joven: Cuando el amor tiene ya una tradición de constancia como el nuestro la seguridad es mayor”, escribe la mujer, a lo que replica El Incongruente: “Mi cada vez más querida señora: Bien dice usted que cuando el amor se muestra asiduo nos da más confianza”.

En suma, el esquema del género parodiado, que emula Ramón en su escritura, propende a una reductio ad absurdum.

LA PARODIA EN EL LENGUAJE

El lenguaje de El incongruente, que tiende al giro inesperado o al escorzo léxico, pone de relieve el humorismo paródico de su autor. A veces, Ramón vulnera los principios racionales que rigen las estructuras lingüísticas o los exagera de tal modo que producen un similar efecto de extrañamiento. Así, el absurdo ramoniano no siempre atenta contra la lógica, sino que, en múltiples ocasiones, surge de la exacerbada racionalidad con que articulamos el mundo real.

La hiperescritura de Ramón traduce su voluntad, perceptible desde El Rastro, de penetrar  en el alma de las cosas y de animarlas, aun a sabiendas de que éstas pueden acabar siendo más reales que las propias personas. Su estilo, que transita entre los contenidos trascendentes y la desenvoltura del giro coloquial o hasta vulgar, se asocia con la técnica que Soldevila-Durante califica de “metaforismo cinético global” (Soldevila-Durante, 1988: 75). Su humorismo abarca, pues, la ráfaga cómica; la comparación desaforada y de neto cariz surrealista; el pensamiento en frase sinuosa y serpenteante, cuajado de desplazamientos y guiños metafóricos; el retrato impresionista; el tono conversacional y el fluir de la conciencia de los personajes.

Pero la figura que mejor sintetiza la creación lingüística de Ramón es la greguería que, frente a lo cerrado y apodíctico del aforismo, se revela permeable y porosa, buscando antes el acto reflejo de lo inesperado que la reflexión intelectualizada (Camón Aznar, 1972: 245-246). Dado que la greguería, además de constituir un género literario propio, suele incorporarse en obras de mayor extensión o envergadura, no es de extrañar que dos episodios de El incongruente estén protagonizados por ella: nos referimos al capítulo II («Batiburrillo de incongruencias») y al capítulo XXIV («Psicología de la moto»).

En el capítulo II de El incongruente hay greguerías de distinta clase: la basada en el símil o en la comparación hipotética (“‘Me voy a la playa de la luna’, y me paseé por la calle como el que se pasea por las playas” o “Las gambas son exquisitos microbios de gran tamaño, que se comen los hombres como quien se inocula una enfermedad de capricho”); la que se inspira en la plasticidad de la imagen ultraísta (“En el fondo de los espejos caen heladas terribles”), en la asociación inconsciente (“Hay vasos de un cristal sulfuroso que llena de burbujas el agua, convirtiéndola en agua mineral de lujo”), en la reflexión aparentemente pueril (“En los libros, las páginas impares —1,5,7— son mejores que las páginas pares”), o en el juego de palabras a partir del cliché o la frase hecha (“No hay nadie que se coma las piñas duras [...] Están duras y maduras como los membrillos, tan duros en la hora verde como en la madura”).

Las greguerías del capítulo XXIV, como un devocionario “a lo profano”, desglosan los diferentes nombres con que se podría conocer la motocicleta, en una estructura que parece parodiar la tradición de los nombres de Cristo: “Esa pistola que se ha escapado con cargador y todo. / Ese cochecito de niño desbocado. / [...] Ese telegrama hinchado. / Ese galgo de ruedas”.

No menos interesantes resultan las personificaciones (“Las mirillas le guiñaban un ojo, y sentía que le pellizcaban o le daban pequeños mordisquitos en la nariz”, cap. III); animalizaciones (“La mesa bufaba [...]; además, les tiraba coces inarticuladas”, cap. XXVIII) y cosificaciones (“El marido, impertérrito, se miraba hasta en el techo, como si fuese un motivo del plafón”, cap. XXXVIII) que suelen jalonar la prosa ramoniana. Junto a ellas, destaca la comicidad del alambicado neologismo (“crisantemáticos”, cap. XXVI) y de los inventivos prefijos (“ultravertebrado”, cap. XXIV), que evidencian un placer  por la creación léxica que deriva de Quevedo.

CONCLUSIONES

La novelística de Ramón puede considerarse, en más de un sentido, síntesis o summa de las líneas maestras que convergen en la “cartografía estética” de la literatura de su tiempo. En su humor, con concesiones al disparate, se condensa el espíritu irreverente e iconoclasta de la Vanguardia histórica, alimentado con pinceladas que brotan de la propia exuberancia de su estilo. La germinación de la sustancia humana, argumental y lingüística que denota su obra no es incompatible con una cierta perspectiva moral que entiende el humorismo como el último reducto de libertad en nuestro mundo.

Como señala Umbral, Ramón “quiso meter incongruencia en la vida y en la literatura, no por hacerse notar ni porque no sirviera para otra cosa, sino porque el orden establecido se le hacía invisible o se le hacía de hierro, alternativamente, como a Rimbaud o a Dylan Thomas, y entonces tenía que crearse su propio orden, que nacía del juego” (1978: 177). Esta libertad de juego, que Schiller ya consideraba inherente a toda proyección artística, se relaciona con su afición por la parodia. Ramón, al tiempo que hace posible el dislocamiento de los géneros literarios y de las convenciones estéticas y formales, elabora un nuevo código que condice con el distanciamiento emotivo, con la risa voraz y con la riqueza expresiva.

En suma, según revela la estructura paródica de El incongruente, su autor propendió no tanto a la burla grotesca o a un “absurdo” de finalidad meramente cómica cuanto a la expresión de un universo disociado, circense e ilusorio que no era únicamente la higiene del mundo real, sino su profilaxis.   

 

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