UNA PÁGINA EN LA VIDA DE RAMÓN: LA MUJER DE ÁMBAR (1927) |
Ángel Martínez Blasco, amarbla@terra.es |
aparecido en el libro Estudios de Literatura Española Contemporánea, Ángel Martínez Blasco, editorial Reichenbergen, Kassel, 1994 |
Pocos autores se traslucen con
tanta claridad en su obra como el impar Ramón, el que todo lo hizo
literatura. Todas sus obras, o casi todas, son páginas vividas y autobiográficas
de su propia existencia humana. Si no contásemos con ese monumento
confesional como pocos que es Automoribundia podríamos reconstruirlo
en buena parte leyendo y auscultando su obra, especialmente la novelística.
Todas sus buenas novelas constituyen retazos auténticos de su vida, y aún en
las más disparatadas e irreales es el propio Ramón con su vida a cuestas el
que pasea por sus páginas. Desde la confesional La viuda blanca y negra
(1917) hasta la última, Piso bajo (1961) toda su obra novelística es
un refrendo de su itinerario vital, con sus ensueños, sus deseos, sus afanes,
sus pasiones y sus temores. El amor, la vida y la muerte, eterna trilogía
sobre la que llenó páginas y páginas como un torrente, buscando las múltiples
facetas entre dolores y sonrisas a esos grandes y eternos temas. Ya al final
apareció Dios como su última gran preocupación de la que había estado
ausente durante la mayor parte de su vida.
Una página de ella, de esa polifacética
vida, es La mujer de ámbar, la novela de Nápoles, fijación geográfica
inevitable de su obra, como lo fueron otras muchas: la Segovia del acueducto; La
Quinta de Palmira de Portugal, el inevitable Madrid de varias de sus
mejores novelas, incluso el Hollywood soñado e imaginado de Cinelandia.
La mujer de ámbar
es la novela de Nápoles, la novela de la ciudad en sí, en la que está
incrustada la anécdota de su autor, llena como todas de abundantes notas
autobiográficas.
En Nápoles se refugió Ramón
huyendo de “El Ventanal” de Lisboa, aquella casa construida a medias de
sueños y realidades imposibles, y que se vino abajo porque en el fondo los
sueños y las esperanzas no son suficientes para levantar el pequeño paraíso
de un escritor siempre ahogado por la imperiosidad de cada día, siempre
luchando con el revés de las cosas. Sueño imposible al que contribuyó un
azar de la lotería, que había contribuido más que a su construcción a
hacer más difícil su viabilidad. Huido de la Portugal donde había escrito,
como siempre, admirables páginas autobiográficas, se fue como huyendo hacia
el Nápoles que ya había conocido fugazmente, como esperanzando de esa huida
la salvación de su angustia que sólo producen los grandes desengaños y
derrotas.
Un año estuvo en Nápoles lleno de
fiebre y de nostalgias. Allí escribe El torero Caracho cuyo personaje
último es el pueblo de Madrid. Y a la vuelta, ya instalado en su torreón,
hace recuento de su año de estancia en Nápoles y publica en 1927 La mujer
de ámbar, otra novela cuyo personaje definitivo es la propia Nápoles y
por la que desfilan sus eternos problemas, el amor el primero de ellos. Y
entre sus páginas jirones de su alma a través de la contrafigura del
personaje Lorenzo.
Lorenzo había ido a Nápoles
buscando la alegría, dice al principio de la novela. Y así debió ser. Había
ido, dice:
Buscando
el refugio bondadoso y último para su pereza de vivir y se había encontrado
con una soledad intemperante, descompuesta... Había ido allí buscando otros
objetos, queriendo desimpresionarse del amor...
Como siempre, Ramón huía del amor
buscando otro amor. Era el eterno insatisfecho y obseso, no muy lejos de
alguna insuficiencia endocrina. Creemos que había en ello algo patológico,
porque en su obra es continua su eterna huida del amor físico al que por otro
lado no puede rehuir, y como veremos más adelante, en las confesiones de
Lorenzo, todo indica que el personaje lo que intenta es autoconvencerse de sus
falsas, negativas y permanentes huidas.
Pero antes de seguir conviene que
dejemos constancia del ambiente napolitano y de su perfecta captación de la
vida ciudadana, uno de los mayores méritos del Ramón escritor.
Nápoles queda reflejado con una
profundidad insospechada, llena de ese olor y color característico de la
ciudad italiana, en una impresión atinada y clarividente cuando describe con
sagaz palabra la vida de los barrios humildes napolitanos, llenos de suciedad,
ropas tendidas, sol y busconas vendedoras indiferenciadas de placeres.
Esta descripción de los ambientes
novelescos es uno de los más grandes aciertos de Ramón, según ya se perfiló
en aquella primera novelita El Ruso, publicada en 1913, recordando sus
estancias en el París de la
preguerra.
Lorenzo, el doble de Ramón, no lo
olvidemos, que había llegado huyendo de un amor, se encontró con una
“soledad intemperante”, lo que le obligó a la búsqueda de otro amor, el
eterno amor imposible. Y toda su fuerza de gran inquisidor de la vida y la
turgencia entre blanco y negro-, renace de nuevo en esta novela napolitana. La
eterna obsesión de Ramón por la musa de carne y hueso envuelta en lutos que
se inicia en las primeras páginas de sus años mozos, entrevista por el ágil
dibujo de Julio Antonio, su colaborador, vuelve de nuevo como un ritornello
obsesionante en estas páginas de su estancia napolitana. Y cuando el azar le
ofrece una doble oportunidad, siempre retorna a elegir la más enlutada de sus
heroína, y aunque a veces duda, siempre su lamento último es por haber
perdido la “enlutada” que había visto en el último tranvía. Y la idea
de esa pérdida le hace escribir a una imaginaria lista de correos, a la búsqueda
de recuperar su indecisión, aquella “enlutada” sólo entrevista en el
tranvía 25, en la “Piazza del Dante”.
Y entonces recordaba Lorenzo que
muchas de aquellas nubes que vio en su Palencia infantil eran oriundas del
Vesubio que ahora tenía frente a sí.
Lorenzo había ido en busca del Nápoles
superficial para turistas de guías de viaje, pero no tardó en darse cuenta
de que aquello tenía profundidad suficiente para sujetar su vida a la ciudad,
y llegó a esta conclusión:
Como
no saque el interés de vivir aquí de los instintos que cimentan la ciudad,
no me va a servir Nápoles para reponer mi espíritu, para salvar mi apatía.
Y así llegó el alma de Nápoles,
ya que el gran protagonista de la novela es la propia ciudad, en la que se
inscriben sus andanzas y sus desasosiegos, los mismos de los que van huyendo
de la gran quema de “El Ventanal” portugués.
Pero he aquí que aquella carta
dirigida a la fugaz enlutada del tranvía tuvo varias e inesperadas
respuestas, en sendas cartas con cenefa negra. Y vuelve a su eterna indecisión
y por fin se decide por la más enlutada, la de la cenefa negra más ancha.
Y en ella descubrió la mujer
morena de piel ambarina en la que él esperaba estuviese condensada el alma
eterna de Nápoles, y pensó dar un giro a su vida airada, mientras pensaba en
su próxima cita en el jardín:
Lorenzo
volvió al jardín con aire más pacífico y buscando algo que fuese posible
pasando por el noviazgo y llegando en último término al matrimonio.
Quería
salir de aquella vida de incertidumbre y menoscabo, anclándose en la vida con
ancla pesada que se enredase en el fondo del mar para no volverse a soltar.
No debieron ser muy distintos los
deseos de Ramón por estos años, ya saturada su impaciencia de juventud.
Seguramente estos afanes que Ramón pone en boca de Lorenzo eran sus propios
afanes. Escrita en 1927, poco después se produciría el desgarro final de sus
relaciones con Colombine, trágico final con ribetes de gran drama.
Por fin Lorenzo encuentra en el
jardín la bella muchacha en la que espera hallar la quintaesencia de Nápoles.
Se llama Lucía, y es morena de piel de ámbar. Naturalmente, se enamoran.
Pero un día Lucía le dice que su amor es imposible, porque él es español,
y en su familia había un odio ancestral a los españoles porque un antepasado
suyo fue ajusticiado en la época del Nápoles español. A pesar de esta
confesión tan inesperada, Lorenzo acentuaba su enamoramiento:
Todo
el hueco de luz de la ventana del mundo lo llegó a ocupar Lucía para
Lorenzo.
escribe Ramón.
Seguramente algo de eso buscaba Ramón
por esos años para asentar su eterno deambular y desasosiego.
Subsconscientemente parece darnos en sus escritos la imagen de sus deseos más
íntimos a través del personaje de Lorenzo. No sólo había huido del
Portugal añorado siempre, sino del Madrid de tantas ataduras que por entonces
le ahogaban, intentando superar antiguos compro-misos, superados en esa edad
en crisis de soledad. Quería hacer borrón y cuenta nueva del pasado,
rehabilitar su futuro, que unos años después iba a encontrar en su primera
visita a Buenos Aires. Por estos años algo llamaba a Ramón para abandonar su
pasado inmediato y hallar una vida nueva:
Y
en lo más enmarañado de Nápoles, Lorenzo sentía la ráfaga fuerte de la
maternidad.
Escribe Ramón, y poco después se
pregunta por boca de Lorenzo:
-
Después de todo, ¿qué mejor cosa podía hacer con su vida que darle un
rumbo seguro?
Años de crisis e insatisfacciones
éstos en los que Ramón nos da tantas confesiones propias. Todo lo veía ya
como un ajuste hacia el futuro como deseable y aun inevitable, porque como
reflexionaba:
Después
de todo, toda mujer tiene un sabor parecido y con alguna hay que caer.
dando a su futuro un aire
fatalista, que aunque se resistía a una continuación del pasado, repre-sentaba
una abnegación inevitable hacia el miedo a la soledad que alguna vez, como la
llamada de la muerte, aparece a una cierta edad en la vida de todo hombre,
siempre por otro lado animado de una incierta esperanza:
Dios
estará muy presente en esta vida y eso encauzará mejor los grandes miedos,
las aprensiones secretas, esa sospecha de que la base de un pulmón no está
bien.
Que la estancia de Lorenzo en Nápoles
y su amor por Lucía tenía, o presentía tener, un afán salvador, como
recuperador de su alma, no había duda al menos de que él lo deseaba. Así se
lo sermoneaba a su corazón al escribirlo, seguramente de modo inconsciente,
con esa fiebre que presentía en su doble personaje del novelista Castilla de
su gran obra El Novelista. Por eso insistía en dar un giro a su vida,
a su propia autobiografía para pasar por ese trance purificador que él
pensaba dar a su unión con la napolitana de color de ámbar, aunque fuese
necesario, como escribió, el tener que “amoldarse a la mayor hipocresía de
la vida. Suicidarse en la piedad de la religión”.
Él quería a toda costa conseguir
esa liberación por la que había huido para echar raíces en aquella ciudad
hecha de puro tránsito turístico. Y así vuelve a confesarnos:
Una
mujer como ésta es capaz de salvar una existencia y reintegrar un alma.
De su afanoso vivir de enamorado
permanente concluye con una sentencia que bien pudiera ser su justificación
vital:
Toda
la aventura de la vida –pensaba Lorenzo- es una sola mujer, hágase lo que
se quiera y ámense las que se amen.
Dos capítulos más adelante,
cuando ya Lorenzo ha decidido dar el paso definitivo de la presentación de
Lucía, vuelven de nuevo las largas conversaciones confesionales del doble de
Ramón. Vuelve de nuevo a su eterno tema del pasado y aflora en él la razón
del por qué de su venida a la sorprendente Nápoles. Así, le confiesa a Lucía:
Sólo
comprendo que vengan a Nápoles los que tengan que curarse de un gran dolor,
los que traigan bastante dolor en su corazón.
Lorenzo fue llevado a una casa de
prostitución por el hermano de Lucía. Allí conoce a Nazarena, la amante del
hermano de Lucía. Y aquella mujer atrae con rara fuerza a Lorenzo. Un día
decide visitarla. Nazarena le ofrece sin dificultad su amor. Pero Lorenzo un
poco inseguro por el amor a Lucía piensa en Nazarena. Y el día de la Virgen
de Agosto la sacó de paseo, “llevando al sol a aquella mujer de sombra que
ya tenía carnación plateada”. En el paseo Nazarena le confiesa que Lucía
había tenido un niño. Sin embargo Lorenzo era cada vez más,
Náufrago
de aquella mujer, pensaba en sus rocas blancas con blandura de alga y encantos
de sirena ya que las sirenas sólo se pueden encontrar en los mares de la
prostitución.
Torturado Lorenzo por la confesión
de Nazarena, realiza una investigación, y un tabernero vecino de Lucía le
vuelve a confirmar la noticia. Y Lucía le cuenta que esa niña fue producto
de un amor imposible entre una hermana suya, ya prostituida, por un español,
y es entonces cuando Lorenzo se lanza en busca de esa hermana, Luisa Smili, y
la encuentra. Y hacen el amor. Pero Lorenzo retorna a Lucía y llega un día
la hora de la boda, y cuando ya estaba Lucía ataviada se acercó al balcón y
se precipitó al abismo. Se había suicidado. Y Lorenzo “flojo, como si se
le hubiese escapado la sangre hacia las alcantarillas de la muerte” salió
con sigilo del hospital temeroso de aquella familia, con idéntico sigilo y
precipitación con los que había huido Ramón a Nápoles “sin decir adiós
a la portera, enviando la llave a la dueña de la casa para que se quede con
todo” según nos cuenta en Automoribundia.